viernes, 19 de diciembre de 2008

Un cuento navideño



“Y llegaron a Belén...”


Por las huellas sobre la nieve podía verse el camino recorrido por la pareja. Iban por el centro del camino, profundas, cercanas unas a otras, como de quien va despacio y fatigado. Se acercaban a una casa, siempre al mismo tipo de casa: una posada marcada por el signo exterior. Allí las pisadas se hacían todavía más profundas. La pareja había esperado una respuesta a sus llamadas. Luego, tras la negativa, había reemprendido la marcha hacia el centro del arroyo, y de allí a seguir por la calle principal del pequeño pueblo.
Un pueblo que se llamaba Belén.
Ibrahim abrió la puerta y se quedó mirando los rostros que aparecían en la semipenumbra. No hacía falta la experiencia del posadero para reconocer la expresión de viajeros que buscan cuarto; una expresión que está preparada ya para lo peor, que se niega a ilusionarse con la perspectiva de encontrar lo que busca.
El hombre habló con reposo y tristeza.
-La paz sea contigo. Somos del pueblo de Nazaret y venimos a cumplir la orden del César, a empadronarnos. Quisiéramos, si fuera posible, albergarnos por esta noche.
Ibrahim miraba a la mujer inclinada hacia el suelo en un gesto que no era sólo modestia. Parecía que, más que al marido, estaba oyéndose a sí misma. O mejor, que oía lo que dentro llevaba. Ibrahim notó la amplia curva del vientre bajo los vestidos artesanos..., en el mismo momento en que el hombre se lo explicaba.
-María, mi esposa, está esperando un hijo. Está cansada por el largo viaje. ¿No sería posible..., aunque fuera en un rincón...?
Ibrahim había empezado a mover la cabeza de un lado para el otro mucho antes de que el forastero terminara de hablar. Lo había hecho tantas veces en las últimas horas que el movimiento era automático. Las palabras le salían también con tonillo de acostumbrado. Lo sentía mucho..., todo estaba lleno... Incluso él y su mujer habían tenido que retirarse al fondo de la casa para dejar sitio a los visitantes..., todos llegaban al mismo tiempo sin avisar..., comprendía el caso..., pero era imposible...
Mientras hablaba, no cesaba de mirar a la mujer, que levantó los ojos por un momento, como si regresara de otro mundo. Ibrahim esperaba ver una mirada áspera, una queja airada. Sabía por experiencia cómo pueden ser las mujeres cuando se quedan sin lo esperado. Oía ya la frase sarcástica, la alusión al dinero que ganaba en aquellos días, su crueldad con los pobres...
Pero María, ojos azules, sonrió.
-Gracias, de todos modos. La paz sea contigo.
Se apoyó en el brazo de su esposo, que intentaba seguir defendiendo su causa y que se detuvo ante el contacto; la miró a ella y luego a Ibrahim.
-La paz sea contigo.
Volvieron lentamente al camino. Ibrahim sabía cuál era su misión de posadero: cerrar inmediatamente la puerta, no dejar la mínima posibilidad de un cambio de idea. Pero no pudo. La puerta se entornó lentísimamente, y por el espacio que dejaba con la jamba los vio alejarse muy despacio, calle arriba. Luego echó el cerrojo. Le asaltaban extrañas ideas..., claro que quizás..., en un rincón..., sacando a los perros de su cuartucho y arreglándolo un poco...
Una voz lo llamó desde adentro. Su mujer reclamaba su ayuda para servir a los huéspedes. Ibrahim sacudió la cabeza, y el remordimiento se le desprendió de ella como las gotas de lluvia cuando el árbol se agita. Volvió a su trabajo.
No habían pasado cinco minutos cuando volvieron a golpear la puerta. Pero no era la llamada tímida de antes. Era la de un hombre rico y con confianza como para producir ruido: la llamada de Isaac. Tenía una posada en la misma calle, unas puertas más abajo, y se llevaba bien con su rival de negocios. Pegó dos veces en la puerta y gritó.
-¡Ibrahim!
La puerta se abrió sin ruido, e Isaac se asustó un poco, porque no había oído pasos. Se retiró un poco para poder mirar la figura que tenía frente a sí. Parecía más alto que Ibrahim, pero evidentemente era su cara. Y también su voz, que lo interrogaba.
-¿Qué te ocurre?
Isaac se explicó precipitadamente. Hacía unos momentos había tenido que rechazar a unos viajeros... Un hombre y una mujer... ¿Habían estado allí? No podía confundirlos... ella esperaba un niño... ¿Habían estado? Y tampoco había podido alojarlos Ibrahim, ¿verdad? Claro, se lo imaginaba... Resultaba que en su casa, en la de Isaac, había quedado inesperadamente un cuarto libre... Los viajeros que debían ocuparlo no llegarían sino hasta el día siguiente... tarde... según le habían comunicado por un mensajero... e Isaac se encontraba con aquella habitación, la mejor de la casa, vacía... Creía que era una maravillosa coincidencia, porque la pareja le había dado lástima; a Ibrahim también, ¿verdad? Parecían tan buenos... Ahora quería pedirles que entraran a su casa. Era una cámara bien adornada, con alfombras y pebeteros..., tenían fuego en el hogar y estarían cómodos... Además, su mujer había ayudado a nacer a muchos niños en la vecindad, era muy buena comadrona... todos la llamaban en casos parecidos..., y si el niño se adelantaba (nunca se sabe lo que puede ocurrir en casos al parecer tan avanzados), sería práctico tenerla en casa... Pero estaban perdiendo el tiempo. Quería alcanzar al matrimonio. ¿Podría decirle Ibrahim en qué dirección se habían marchado? Al paso que iban, estaba seguro de que no podían estar muy lejos... ¿Por dónde se habían ido?
Isaac retrocedió hasta el arroyo esperando la indicación. Ibrahim llegó a su lado, e Isaac tuvo la extraña sensación de que no había caminado, sino volado los pasos que les separaban. Una vez junto a él, extendió el brazo. Un brazo extrañamente largo, que señalaba calle abajo.
-Por allí.
Isaac dio las gracias y echó a correr. Sus pasos, pasos de hombre fuerte y apresurado, dejaban una huella profunda, absorbiendo las anteriores. Se perdió en la noche.
Ibrahim volvió a la casa. Antes de entrar miró calle arriba, donde, muy lejos, dos siluetas se acercaban a otra posada, la última de la calle y del pueblo. Miró calle abajo; no veía a Isaac, pero todavía se oía su trote. Lanzó un suspiro de alivio.
-Por poco lo estropea todo.
Hizo un brusco movimiento, y de sus hombros surgieron dos grandes alas.

Un borracho que pasó al poco rato se preguntó cómo era posible que dos huellas humanas estuvieran aisladas en la nieve.



Fernando Díaz-Plaja, en “Cuentos crueles”

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